Malos tiempos para los funcionarios públicos. La difuminada frontera entre la irregularidad administrativa y la prevaricación

A raíz de una interesantísima publicación de Pilar Batet sobre irregularidad administrativa y prevaricación en el ámbito de la contratación pública, en el Blog de la Agencia Valenciana Antifrau, he recordado esta publicación que escribí para Discusión jurídica, hace ya dos años (¡como pasa el tiempo!) y quería recogerla también en este Blog. Precisamente porque Pilar Batet aborda la problemática de la contratación pública que como ya mencioné en su día, parece haberse convertido en el primer foco de corrupción en el ámbito de la Administración pública en España. Estas fueron mis reflexiones sobre esta cuestión:

En los últimos años estamos asistiendo a lo que se ha venido denominando la “criminalización del derecho administrativo”, tendente a apreciar la comisión de un delito en cualquier acto administrativo que pueda presentar alguna irregularidad. Así lo define el Tribunal Supremo cuando señala que existe “una  “criminalización del derecho administrativo” si ante una mera acción de la autoridad o funcionario público de poca entidad o relevancia, o que pueda ser impugnable ante la jurisdicción contencioso administrativa por carecer de los elementos subjetivos y objetivos del tipo penal se remiten a la vía penal, siendo de aplicación el principio de intervención mínima del derecho penal” (STS 302/2018, de 20 de junio).

Con anterioridad a la crisis económica, el desarrollo urbanístico –más o menos controlado- que experimentó nuestro país durante la década de los noventa y del 2000, la jurisdicción contencioso-administrativa empezó a compartir los asuntos de ámbito administrativo con la jurisdicción penal, casi siempre referido al ámbito del derecho urbanístico.

Durante la crisis económica se redujo considerablemente la actividad urbanística, lo que conllevó también una reducción de los asuntos tanto contenciosos como penales. Sin embargo, en la actualidad, parece que el urbanismo ha encontrado un sustituto en el ámbito del derecho administrativo que puede compartirse con el derecho penal: la contratación pública. Si en la década de los noventa y los 2000, la ciudadanía mostró su preocupación por las irregularidades urbanísticas, hoy en día esta preocupación se ha desplazado hacia la compra pública.

Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Quizás debamos establecer el punto de partida en la propia percepción que existe en la ciudadanía de que el poder está corrompido y que además, esa corrupción está tan instalada en el poder que es imposible separarla de la propia estructura administrativa. Y como la corrupción siempre se le atribuye a los órganos de gobierno, y son los órganos de gobierno los que dirigen la Administración (art. 97 CE), poco importa que la Administración Pública sirva con objetividad los intereses generales (art.103 CE), porque ésta, ya está sentenciada por la ciudadanía desde hace ya varios años. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el barómetro del CIS de junio de 2011, en el que los ciudadanos consideraban que la corrupción estaba bastante (52,8%) y muy extendida (32,8%). Además, no deja de resultar llamativo que en el mismo barómetro, al preguntar en dónde creían los ciudadanos que existía mayor corrupción, estos contestaban que se encontraba en la construcción (43,9%) y la concesión de obras públicas (51,8%). De aquellos polvos, estos lodos. Y ello pese a que en el 2019, como se desprende del Barómetro del CIS de octubre de este año, la preocupación por la corrupción y el fraude ha descendido hasta un 25%, aunque siempre se ha mantenido en niveles muy altos.

Esta preocupación generalizada por la corrupción y el fraude en los últimos años, han puesto en la diana la gestión política y por ende, la gestión administrativa, de tal forma que ante cualquier atisbo de duda,  se ha acudido a los Tribunales de justicia, pero no por la vía contencioso-administrativa sino directamente por la vía penal.

Y esta cuestión tiene importantes implicaciones a nivel administrativo, porque Jueces de lo Penal están entrando a conocer de procedimientos administrativos sin la especialización que se requiere en estos supuestos. El derecho administrativo es una rama con muchas especialidades que requiere un profundo conocimiento de la misma, del que lógicamente carecen los Jueces de Instrucción, pues precisamente, la jurisdicción contencioso-administrativa constituye una especialidad dentro de la Judicatura. Esta especialidad no es baladí, sino que son necesarios Jueces conocedores de los procedimientos administrativos para que entren a valorar con las suficientes garantías las posibles irregularidades que hayan podido producirse en éste.

Entrando ya propiamente en el delito de prevaricación administrativa debemos comenzar señalando que éste se prevé en el art. 404 CP, el cual dispone que “a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”.

Por su parte, el Tribunal Supremo para apreciar prevaricación administrativa viene exigiendo la concurrencia de los siguientes requisitos (STS 232/2018, de 17 de mayo):

1. En primer lugar, una resolución dictada por autoridad o funcionario en asunto administrativo.

 2. En segundo lugar, que sea contraria al Derecho, es decir, ilegal.

3. En tercer lugar, que esa contradicción con el derecho o ilegalidad, que puede manifestarse en la falta absoluta de competencia, en la omisión de trámites esenciales del procedimiento o en el propio contenido sustancial de la resolución, sea de tal entidad que no pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable.

4. En cuarto lugar, que ocasione un resultado materialmente injusto.

5. En quinto lugar, que la resolución sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la particular voluntad de la autoridad o funcionario, y con el conocimiento de actuar en contra del derecho.

Como bien señala el Tribunal Supremo, “no se trata de sustituir a la jurisdicción administrativa, en su labor de control de la legalidad de la actuación de la administración pública por la jurisdicción penal a través del delito de prevaricación, sino de sancionar supuestos limites, en los que la actuación administrativa no solo es ilegal, sino además injusta y arbitraria” (STS 232/2018, de 17 de mayo).

Lo cierto, es que como bien señala el Tribunal Supremo, el principio de intervención mínima o última ratio del derecho penal, debe aplicarse con especial precaución en un ámbito como el derecho administrativo en el que existen irregularidades administrativas, que si bien hace algún tiempo eran sustanciadas en el orden contencioso-administrativo, hoy se exige un mayor reproche por parte de la ciudadanía, que conlleva que muchos expedientes terminen finalmente ante un Juez de lo Penal y no ante un Juez de lo contencioso-administrativo.

Como bien apunta PLEITE GUADAMILLAS (“El delito de prevaricación en la contratación pública, Contratación Administrativa Práctica, Nº135, Enero 2015), no toda resolución ilegal en un procedimiento constituye prevaricación, es necesario que sea arbitraria, añadiendo que esta cuestión es muy controvertida y que hace necesario que se realice un esfuerzo para delimitar la nulidad de pleno derecho (art. 47 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas), de la prevaricación administrativa. En estos términos se pronuncia la STS 359/2019, de 15 de junio, cuando afirma que “no es suficiente la mera ilegalidad, pues ya las normas administrativas prevén supuestos de nulidad controlables por la jurisdicción contencioso-administrativa sin que sea necesaria en todo caso la aplicación del Derecho Penal, que quedará así restringida a los casos más graves. No son, por tanto, identificables de forma absoluta los conceptos de nulidad de pleno derecho y prevaricación. (STS 359/2019, de 15 de julio).

Sin embargo, la consideración de que no toda nulidad de pleno derecho conlleva prevaricación administrativa, requiere una delimitación previa que debería realizar el Juez de lo contencioso-administrativo que por su especialidad, es conocedor en profundidad del procedimiento administrativo. Es por ello, que algunos autores se plantean si no resultaría más adecuado que para que exista una condena por prevaricación administrativa, deba existir necesariamente una resolución previa del orden contencioso-administrativo, en el que se pronuncie sobre la existencia de irregularidades en el correspondiente procedimiento.

Definitivamente, debe evitarse que se rompa el principio de intervención mínima en el derecho penal,  pues esta ruptura deriva en unas consecuencias nefastas para el funcionamiento de la Administración Pública, porque las cautelas que ahora adoptan los funcionarios públicos en la toma de sus decisiones están claramente influidas por estas circunstancias, de tal forma que en ocasiones, no se arriesga en la innovación de determinados procesos o no se va más allá de lo que legalmente resulta exigible, porque existe un miedo real (no fundado) en que esas actuaciones puedan no ser juzgadas por la vía contencioso-administrativa sino por la vía penal, con las evidentes consecuencias que ello conlleva. De igual forma, existe un miedo real (no fundado) a intervenir en determinados procedimientos, que si hace algunos años eran los urbanísticos, hoy en día son los de la contratación pública. Y ello, porque hemos visto en los últimos años desfilar a numerosos funcionarios públicos, políticos y empresarios por los Juzgados de lo Penal como consecuencia de su actuación en la Administración Pública. No puede sorprendernos, por tanto, que sea realmente difícil encontrar en las organizaciones, personal que quiera formar parte de los departamentos de contratación o de las Mesas de contratación, dificultando, por ejemplo, la especialización en contratación pública que exige la Ley de contratos del sector público.

Esta nueva tendencia, a mi juicio, va en detrimento de todos los operadores jurídicos que intervienen en los procedimientos administrativos. Judicializar por la vía penal cada actuación  de la Administración Pública no puede nunca beneficiar a ninguna de las partes: ni a los administrados, ni a los empleados públicos ni a los dirigentes de las Administraciones.

Pese a ello, y aunque a veces resulte frustrante, los funcionarios que nos dedicamos al servicio público, seguiremos ejerciendo nuestras funciones con honestidad, responsabilidad y con pleno sometimiento a la Ley y al derecho, como así exige el art. 103.1 de nuestra Carta Magna.

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